
Ella levantó la vista y me miró de frente: serena, sin miedo, sin culpas. Sus ojos profundos se encontraron con los míos. Yo devolví su mirada. Por un instante, pensé que me miraba como una mujer mira a su amante. Tierna, profunda... su mirada en la mía se quedó.
Unos instantes, brevísimos, duró este encanto. Sentí que por mi estómago subía una emoción que no sentía hace años. Tan olvidada estaba esa sensación que me inquieté; sentí ganas de abrazarla. Me retuve. Alcé mi copa y bebí un sorbo de vino.
Luego, coqueta e inquieta, su mirada de niña se distrajo en algún punto lejano. En ese momento contemplé su rostro, cansado por los años, pero aún hermoso.
—Somos como dos adolescentes —le dije.
El mozo, inoportuno, nos trajo el menú e interrumpió su respuesta.
Yo miré por la ventana del restaurante y guardé silencio. Me sentí empequeñecido y solo. Ella, con la perspicacia que tienen las mujeres, se percató de mi actitud y me dijo:
—Te sientes culpable.
—No —le contesté.
Habíamos quedado de acuerdo en vernos ese día. Después de varias charlas por Internet y de muchas dudas y temores, había aceptado su cita. Y aquí estaba yo, en una ciudad lejana, sintiéndome infiel después de muchos años de casado.
Ella miró la carta e hizo su pedido. Yo me entretuve leyendo la mía, tardando en decidir la merienda.
Cuando el mozo se alejó, reanudamos nuestra charla.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó.
Yo miré dentro de mí y busqué una explicación. Luego, evitando una respuesta comprometedora, respondí:
—Quería conocerte.
Y era una verdad a medias.
¿Por qué estaba ahí? No sé. ¿La soledad, la monotonía, o tan solo constatar que ya no me queda tiempo? Tal vez la curiosidad… no sé. Me sentí como la polilla que juega alrededor de la llama, atraída por la luz que puede matarla. Y desvié la conversación hacia temas triviales… ¿o importantes?: la familia, el trabajo, los gustos personales, las ilusiones; en fin, de aquello que se habla para fingir interés.
Ella me habló de sí, de sus triunfos y de sus fracasos. Al balancear estos en la historia de su vida, noté que esta se inclinaba por los últimos. Sin embargo, no se veía triste. Estaba llena de un entusiasmo que contagiaba, una alegría de niña que exudaba un deseo de vivir y experimentar.
—¿Qué buscas? —le pregunté.
—¿Yo? —sorprendida—. El amor —me respondió.
Yo, que en mis encuentros con el amor siempre he salido con moretones, no quería volver a encontrarme con él. Por eso evitaba todo guiño que pudiera malinterpretarse. Pero ella, ya cuando habíamos terminado la merienda y después de alejarnos del restaurante, mientras caminábamos por la orilla del mar, desinhibida, se colgó de mi brazo.
Al sentir el calor de su cuerpo, recorrió mis piernas un ligero temblor, que contuve como pude.
Mientras ella hablaba, yo, absorto, miraba la playa, la arena, el agua. El día era cálido, refrescado por la brisa. Las olas, mansas, venían a morir a nuestro paso. Y me sentí ridículo, del brazo de una extraña. Pero ella estaba tan feliz, o fingía tan bien, que no dije nada y evité el gesto de apartarla de mí.
Los años me habían hecho olvidar el perfume de una mujer. Por eso me estremecí al sentir su aroma tan cerca de mí. Y cuando su cabeza quedó junto a mi hombro, la fragancia de su pelo me hizo ruborizar, y una ola de deseo me inundó el cuerpo.
Al seguir caminando, me sentía cada vez más pequeño, más falso, más desleal. Y esa lacerante falta me llenó de angustia, matando todos mis ardores. Años de matrimonio habían puesto riendas a mis sueños; la costumbre había moldeado mi carácter, encausándolo en un surco de rectitud. Y ahora, al salir de esa huella estrecha, me sentía culpable.
Me dije: para ser infiel hay que tener coraje, cierto desapego por las cosas, un ánimo de novedad y un poco de malicia... cosas de las cuales carecía. Por eso, me fui sumiendo en un mutismo que ella notó y me lo hizo ver.
Sin enojo, se plantó frente a mí y me regañó. Argumentó que la vida se vive de momentos, que ese momento no se repetiría, que la vida da y quita cosas, y que lo que la vida ofrece hay que tomarlo sin remordimientos. Porque así es la vida…
Y así, como los marinos que escuchan el canto de las sirenas, me dejé llevar por el arrullo de su voz, y lentamente me fui envalentonando, hasta el punto de convencerme de que lo que la vida da hay que tomarlo. E hice míos sus planteamientos. Dejé de sentirme culpable con el simple expediente de echarle la culpa al destino. Pensé: si este no hubiera querido que esto sucediera, yo nunca habría estado ahí.
Por eso levanté la cabeza, enderecé la espalda y le sonreí. La miré a los ojos, jugué con su pelo. Ella bajó la mirada, y supe que había vencido. Con la euforia de ese pequeño triunfo, confiado y sereno, acaricié su cara y le di un beso.
Y fue la locura.
Más tarde, al abandonar el frío cuarto del motel donde dimos rienda suelta a nuestra lujuria, taciturno y lejano, hundido en mis pensamientos, no la miré a la cara. En su rostro, antes tan hermoso, se dibujó una mueca de disgusto. Adivinando mis pensamientos, a sus labios asomó un reproche.
—Yo no te obligué a hacerlo —me dijo. Y añadió—: Somos lo suficientemente mayores para saber lo que queremos.
Algo me hacía sentir sucio. Me impulsaba a alejarme. Y lo único que deseaba era irme. De reojo, miré sus ojos, humedecidos por el desencanto. Vi en ellos todo el cansancio de una vida sin amor, y sentí pena. Alcé la mano para acariciar su rostro, pero ella hizo a un lado su cara.
—No quiero tu lástima y menos tus culpas —me dijo.
—Lo que quiero es un poco de amor. Y se ve que tú no puedes dármelo —añadió.
Tras un largo silencio, me dijo:
—No te sientas triste. La culpa es mía. Sé que eres casado, pero no puedo sentirme culpable. Sinceramente, no me arrepiento.
Y se alejó de mí.
Atontado, como un niño abandonado, me hundí en la desazón y contemplé cómo ella se marchaba y se perdía entre la gente.

