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domingo, octubre 05, 2014

Un mal sueño



Tu y yo hacíamos el amor y de pronto, disgustada,  te levantas, y te vas; la estela blanca de tu pijama  me parece un fantasma que se aleja. Me quedo mirando la puerta que se cierra y luego, me percato que no estoy solo, a mi lado hay otro lecho, ahí yace una mujer de edad indefinible, tiene el rostro surcado de tristezas,  no es fea, ni tampoco es bella, tiene una sonrisa triste, pero,hermosa sus dientes brillan como perlas.

Me mira  a los ojos y me dice -Hazme el amor.- sus ojos son una imploración,

Yo, como un autómata, me levanto y me meto entre las sabanas de su cama. Siento la ternura firme de su abrazo ansioso, mis manos recorren su cuerpo y me percato con asombro que no tiene piernas. Esta cruel constatacion , me detiene y titubeo. Ella adivina mis pensamientos y me clava su negra pupila en mi mirada incrédula y es como si un huracán de congojas cruzara mi cabeza, son todas las penas de una vida de  sufrimiento, deseos y contenciones  las que me miran del fondo de sus ojos.

Acerca su boca a la mía y siento su aliento cálido, sus labios trémulos y afligidos rozan los míos.Cruza sus manos sobre mi nuca,me atrae hacia ella y me besa; su cuerpo tiembla ante la inminente consumación de sus anhelos, acerca sus labios a mi oído y susurra- ámame. y su susurro es una súplica y una orden.

Yo obedezco, por un instante somos uno y me fundo y me confundo en su abrazo. Ella,feliz me besa y ríe y en el instante de máximo deleite, cuando ya todo culmina,  de lo mas profundo de mi ser emerge un quebranto y avanza y crece y estallo en un sollozo incontenible y no se si me angustia su felicidad o si son todas las amarguras de su vida las que explotan. y luego  aturdido y exhausto, me retraigo sin dejar de llorar siento que no son sus angustias las que me hacen lamentarme sino las mías..... luego, la extraña se comienza a difuminar y me mira y ya no es su rostro sino tu mirada la que me dice un adiós entristecido y a través de mis lagrimas te veo desaparecer......
































































































lunes, enero 02, 2012

Una Noche de Miedo


El bus, atestado de gente. Se encontraba retrasado, yo impedido de subir miraba impotente las espaldas de las personas que colgaban de la pisadera. Era ese un día de septiembre cerca de fiestas patrias. Y como todos los viernes después de clases me dirigía de vuelta a casa. Venia yo de Temuco y me encontraba en el precario terminal de Victoria. Desde ahí debía viajar a casa la que se encontraba a unos 22 km.

El bus, el único que hacia el recorrido victoria-San Gregorio y pasaba frente a mi casa, repleto, comenzó a hacer abandono del terminal y yo, resignado miraba como se alejaba. Tenía yo que irme o quedarme en el terminal y sin alternativa opte por hacer el camino a pie. Era ya cerca de las 6 de la tarde. El día era unos de los primeros de la primavera por lo que había sido soleado, pero frio. Afortunadamente, no llovía.

En una hora de marcha ya estaba tomando el camino que va desde Inspector Fernández hasta San Gregorio. Es este un camino de piedra. Y en uno de sus costados tenia una pista para carretas, aun la tiene; aunque se encuentra cubierta de vegetación. Ya se estaba oscureciendo.

Después de dejar atrás las casas de la estación de Inspector Fernández y sabiendo que me restaban 16 km. Apuré el paso rogando a Dios que pasase algún vehículo que me llevase, y así evitarme la larga caminata.

De pronto, en una de las estacas del cerco que encierra la calle, unos 30 metros más adelante, escuché el canto de una Becacina. Al principio no le di importancia, cuando llegue cerca del pájaro, este voló y se posó unos metros mas adelante y volvió a emitir su monótono.---po-ro-to-po-ro-to- . De nuevo, al acercarme, volvió a alejarse y a posarse a la misma distancia. Y así, por unos 2 Km. La noche se hizo oscura y mientras esperaba que apareciera la luna seguí mi camino en compañía del pájaro.

En la soledad de la noche, la oscuridad deforma las siluetas de los arboles, las rocas y todo lo que se pude ver, las que van tomando distintas formas: las que la imaginación sugiera. Y así, me fui imaginando cosas. Y las largas noches escuchando cuentos de mi abuelo comenzaron a despertar mi imaginación. A sugerirme formas pavorosa. Unos kilómetros más adelante, quizás producto de la monotonía del grito del pájaro que se negaba a abandonarme o de mi propia fantasía. Comenzó a darme miedo. Confieso que no soy muy valiente, pero, estaba acostumbrado a caminar en la oscuridad del campo. Mas, al mismo tiempo, las escalofriantes historias escuchadas en las largas tertulias alrededor del fogón habían permeado mi espíritu y azuzado mi imaginación, por lo que mi ánimo comenzó a decaer.

Por eso, al llegar al Monte de Los Tiuques, un bosque que se encuentra a unos 10 Km de distancia de mi casa, ya el miedo se había apoderado de mí. El maldito pájaro parecía reírse. El sonido de su grito me calaba el ánimo. Me entristecía. Y las sombras de los arbusto movidos por la briza de la noche se me atojaban figuras horrendas. Un poco descontrolado y sabiendo que debía pasar por el medio del bosque, del cual se contaban siniestras historias. Me detuve y me debatí en la indecisión de cruzarlo o volver. El pájaro cantó y su canto me pareció una carcajada siniestra.

Estaba en eso cuando veo las luces de un vehículo. Mi corazón se aceleró con la esperanza de que fuera alguien conocido y me llevase. Luego llego a mí el sonido del motor y pronto el vehículo estuvo a mi lado. Le hice señas para que me llevara y para mi suerte, el móvil se detuvo y una voz me invitó a subir.
Una vez en el vehículo, y ya alejado del aciago pájaro, agradecido de que me liberara de tan molesto acompañante le conté mi historia al conductor. El conductor pareció sonreír, adujo que mis temores se debían a mi imaginación, cosa que encontré razonable. Luego dijo que existían terrores mayores. Yo no le entendí y guarde silencio.

En la noche, el auto se deslizaba silencioso. Los arboles desfilaban en la ventanilla, los hoyos del camino se oponían a su avance. En el interior, la penumbra me impedía ver el rostro del chofer. La voz profunda del hombre que conducía me causó cierta inquietud.
Después, transcurridos unos minutos recorrimos varios kilómetros hasta que llegamos a una bifurcación del camino.

Aquí lo dejo mi amigo-- me dijo.

A menos de un kilometro de mi casa. Le di las gracias. Me bajé. Camine unos metros. Escuche el acelerar del motor y me volví a mirar.

Por extraño que parezca, ya no estaba el automóvil. Mire por el camino donde debiera estar y no vi nada, ni sus luces, ningún ruido, solo el murmullo de los arboles mecidos por la briza.

Asombrado, sin entender lo que paso, envuelto en la oscuridad, un escalofrío recorrió mi espalda, subió por mi cuello y me erizo los pelos, apuré el paso y despavorido corrí hacia mi casa.

viernes, mayo 22, 2009

Sabor a salado


El tren, con su lento galopar, y su chacachá monótono y aletargante se menea de un lado a otro. Ya van dos horas desde que lo abordé. Aburrido, mirando el verde del sur; las quilas se transfiguran al pasar frente a la ventana, las ramas de los arboles casi tocan los vidrios. Y el tren con su lento e interminable balanceo parece mecerme. Me da la sensación que el tiempo se estancara, y bostezando, veo a través del vidrio de la ventanilla, como se deslizan las casas, los arboles, mas allá los rebaños de ovejas, por acá unas vacas sortean el calor a la sombra de los robles, y los trigales, aun verdes, parecen resignados bajo el sol calcinante que lo madura y seca...

El día, particularmente caluroso, está claro, de un azul añil intenso, sin una nube y con 28 grados.

El carro, de segunda clase, está casi lleno; los pasajeros, casi todos contrabandistas del mercado negro; aburridos, unos conversan y otros, despreocupados, miran por la ventanilla. Sin aire acondicionado, sentado en los duros asientos, todos estamos transpirados.

Frente a mí, hace rato, una muchacha me mira con curiosidad, yo clavo mi mirada en sus ojos, ella sostiene, sin inmutarse, mi mirada. Dentro de mi algo se despierta; de un momento a otro, ya no siento la monotonía, una leve excitación me invade y me inquieta. Vuelvo a mirarla, y ella baja sus ojos.

Tomo valor, y pregunto - ¿a dónde va?

Se sonroja y me contesta - A Valdivia. ¿Y usted?

Y empezamos a charlar, la morena, un tanto gordita, animada y sudorosa por el calor del coche donde vamos, resultó ser, como la mayoría de las mujeres, conversadora. Alegre y despreocupada, viaja con su hermana y su madre, las que van en el asiento de más atrás.

Su pelo, largo y negro refleja el sol de febrero que entra por la ventana y rebotaba inclemente en su cabeza. Y sin querer, o como sea, me siento atraído por ella, que sin ser hermosa, me resulta atractiva; tiene ella la candidez de una colegiala y el atrevimiento de una mujer. Sus dientes blancos, sus hermosos labios y sus ojos almendrados y ligeramente ovalados, le dan a su rostro la belleza típica de las muchachas de ascendencia mapuche.

En Loncoche, el tren, como de costumbre se detiene, y al detenerse, pareciera que con él se rompe el hilo de nuestra plática y largo rato estamos en silencio, contemplado a la gente que, despreocupada y curiosa, sin otro pasatiempo en el pueblo, viene a ver el paso del tren.

Me hundo en esos acostumbrados mutismos, tan frecuentes en mí. Y a ella, parece no importarle mi silencio y mira indiferente la estación del tren. Mas allá, unas cabras, montadas en las puntas de las estacas del cerco están contemplando, al igual que los curiosos del pueblo, como el tren pasa.

A ella, el espectáculo de las cabras le llama la atención; me lo comenta entusiasmada y levantándose, ella saca su cabeza por la ventana. Noto que mis piernas quedan entre las suyas y a medida que transcurren los minutos ella se acerca cada vez más a mí, hasta el punto de tocarme y ya abiertamente empuja mis piernas contra la pared del carro, Yo, entre excitado y curioso, no sé si poner más atención al espectáculo exterior o contemplar abiertamente sus caderas, las que quedan a la altura de mis ojos.

Su vestido de verano, ajustado, delgado y casi transparente, permite adivinar el contorno de sus glúteos, y sus pechos, abundantes, cuelgan provocadores, ella, parece ignorar mis pensamientos y ríe mientras me comenta las travesuras de los caprinos, e, inconsciente o no, desliza sus piernas y las frota contra las mías.

Ella se cansa del espectáculo y vuelve a sentarse, yo me levanto y estiro, y me dirijo a la pasarela del tren y luego, desciendo y camino un rato por el anden. La brisa caliente, seca un poco mi mojada camisa, y me refresca. Aburrido, miro a uno de los chivatos que, haciendo gala de equlibrista está sentado sobre un poste del cercado, se me ocurre tirarle una piedra para espantarlo, pero, un pitazo me advierte que el tren partirá y presuroso me vuelvo a trepar en él. En la pasarela, está ella, que me sonríe. Y nos quedamos de pie mirando por la puerta como pasan frente a nosotros los arboles de los bosques: las nalcas, los boldos, los maquis…

No entramos al carro, y nos quedamos en la pasarela entre un coche y otro. El aire que entra por la puerta parece quemar, y tengo la sensación de que el calor hubiera aumentado. Yo le digo que tiene unos lindos ojos, y ella agradece, coqueta, con una sonrisa. Yo me acerco un poco y ella se apoya en la pared, como esperándome. Ambos sabemos que se acerca un túnel, y entre bromas vamos dando tiempo al tren para que llegue a él.

De pronto: la noche, todo se vuelve oscuro, yo avanzo y me aprieto contra ella, mis manos toman su cara y busco, ansioso, sus labios. Ella responde a mi beso abrazándome con fuerza y con un gemido se encoge de placer. Yo me enciendo, y mi boca desciende buscando su seno, y beso apasionadamente su pecho. Ella gime. Impetuosa, me dice: Mi amor. Entonces, el sabor salado del sudor de su pecho me sube por la boca, me repugna y me repliego. Ella nota mi rechazo y se aquieta. Después, nuevamente la luz, le sonrío, y ella se sonroja, ya no hay encanto. Algo se ha roto entre nosotros.

Volvemos a nuestro asiento, ella callada, lejana y silenciosa, parece avergonzada y triste, ya no me mira desenfadada, sino que evita mi mirada. A continuación, y sin hablarme, se levanta y se va a otro asiento. Yo me quedo solo, callado y pensativo; ya no estoy aquí, ya he echado a volar mi imaginación y refugiado en mis cavilaciones, contemplo sin ver, el pasar del paisaje.

No se cuanto rato transcurre, mas, de pronto ya estamos en Antilhue, es el lugar del transbordo; Los que vamos más al Sur, nos quedamos, los demás descienden presurosos y se encaraman al tren que espera en la estación. El carro se queda casi vacío. Miro por la ventanilla, al otro lado del anden, "El Valdiviano", ya está listo para partir, suena su pitazo, y resoplando, cual elefante asmatico, comienza a moverse; ella pasa frente a mi, va seria y pensativa; la miro, por un instante se cruzan nuestras miradas, levanto mi mano y agito mi palma en el adiós, ella, como dudando, timidamente levanta su mano, y me parece ver en su rostro grave, una sonrisa.

sábado, mayo 31, 2008

La culpa es mía


Ella levantó la vista y me miró de frente: serena, sin miedo, sin culpas. Sus ojos profundos se encontraron con los míos. Yo devolví su mirada. Por un instante, pensé que me miraba como una mujer mira a su amante. Tierna, profunda... su mirada en la mía se quedó.

Unos instantes, brevísimos, duró este encanto. Sentí que por mi estómago subía una emoción que no sentía hace años. Tan olvidada estaba esa sensación que me inquieté; sentí ganas de abrazarla. Me retuve. Alcé mi copa y bebí un sorbo de vino.

Luego, coqueta e inquieta, su mirada de niña se distrajo en algún punto lejano. En ese momento contemplé su rostro, cansado por los años, pero aún hermoso.

—Somos como dos adolescentes —le dije.

El mozo, inoportuno, nos trajo el menú e interrumpió su respuesta.

Yo miré por la ventana del restaurante y guardé silencio. Me sentí empequeñecido y solo. Ella, con la perspicacia que tienen las mujeres, se percató de mi actitud y me dijo:

—Te sientes culpable.

—No —le contesté.

Habíamos quedado de acuerdo en vernos ese día. Después de varias charlas por Internet y de muchas dudas y temores, había aceptado su cita. Y aquí estaba yo, en una ciudad lejana, sintiéndome infiel después de muchos años de casado.

Ella miró la carta e hizo su pedido. Yo me entretuve leyendo la mía, tardando en decidir la merienda.

Cuando el mozo se alejó, reanudamos nuestra charla.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó.

Yo miré dentro de mí y busqué una explicación. Luego, evitando una respuesta comprometedora, respondí:

—Quería conocerte.

Y era una verdad a medias.

¿Por qué estaba ahí? No sé. ¿La soledad, la monotonía, o tan solo constatar que ya no me queda tiempo? Tal vez la curiosidad… no sé. Me sentí como la polilla que juega alrededor de la llama, atraída por la luz que puede matarla. Y desvié la conversación hacia temas triviales… ¿o importantes?: la familia, el trabajo, los gustos personales, las ilusiones; en fin, de aquello que se habla para fingir interés.

Ella me habló de sí, de sus triunfos y de sus fracasos. Al balancear estos en la historia de su vida, noté que esta se inclinaba por los últimos. Sin embargo, no se veía triste. Estaba llena de un entusiasmo que contagiaba, una alegría de niña que exudaba un deseo de vivir y experimentar.

—¿Qué buscas? —le pregunté.

—¿Yo? —sorprendida—. El amor —me respondió.

Yo, que en mis encuentros con el amor siempre he salido con moretones, no quería volver a encontrarme con él. Por eso evitaba todo guiño que pudiera malinterpretarse. Pero ella, ya cuando habíamos terminado la merienda y después de alejarnos del restaurante, mientras caminábamos por la orilla del mar, desinhibida, se colgó de mi brazo.

Al sentir el calor de su cuerpo, recorrió mis piernas un ligero temblor, que contuve como pude.

Mientras ella hablaba, yo, absorto, miraba la playa, la arena, el agua. El día era cálido, refrescado por la brisa. Las olas, mansas, venían a morir a nuestro paso. Y me sentí ridículo, del brazo de una extraña. Pero ella estaba tan feliz, o fingía tan bien, que no dije nada y evité el gesto de apartarla de mí.

Los años me habían hecho olvidar el perfume de una mujer. Por eso me estremecí al sentir su aroma tan cerca de mí. Y cuando su cabeza quedó junto a mi hombro, la fragancia de su pelo me hizo ruborizar, y una ola de deseo me inundó el cuerpo.

Al seguir caminando, me sentía cada vez más pequeño, más falso, más desleal. Y esa lacerante falta me llenó de angustia, matando todos mis ardores. Años de matrimonio habían puesto riendas a mis sueños; la costumbre había moldeado mi carácter, encausándolo en un surco de rectitud. Y ahora, al salir de esa huella estrecha, me sentía culpable.

Me dije: para ser infiel hay que tener coraje, cierto desapego por las cosas, un ánimo de novedad y un poco de malicia... cosas de las cuales carecía. Por eso, me fui sumiendo en un mutismo que ella notó y me lo hizo ver.

Sin enojo, se plantó frente a mí y me regañó. Argumentó que la vida se vive de momentos, que ese momento no se repetiría, que la vida da y quita cosas, y que lo que la vida ofrece hay que tomarlo sin remordimientos. Porque así es la vida…

Y así, como los marinos que escuchan el canto de las sirenas, me dejé llevar por el arrullo de su voz, y lentamente me fui envalentonando, hasta el punto de convencerme de que lo que la vida da hay que tomarlo. E hice míos sus planteamientos. Dejé de sentirme culpable con el simple expediente de echarle la culpa al destino. Pensé: si este no hubiera querido que esto sucediera, yo nunca habría estado ahí.

Por eso levanté la cabeza, enderecé la espalda y le sonreí. La miré a los ojos, jugué con su pelo. Ella bajó la mirada, y supe que había vencido. Con la euforia de ese pequeño triunfo, confiado y sereno, acaricié su cara y le di un beso.

Y fue la locura.

Más tarde, al abandonar el frío cuarto del motel donde dimos rienda suelta a nuestra lujuria, taciturno y lejano, hundido en mis pensamientos, no la miré a la cara. En su rostro, antes tan hermoso, se dibujó una mueca de disgusto. Adivinando mis pensamientos, a sus labios asomó un reproche.

—Yo no te obligué a hacerlo —me dijo. Y añadió—: Somos lo suficientemente mayores para saber lo que queremos.

Algo me hacía sentir sucio. Me impulsaba a alejarme. Y lo único que deseaba era irme. De reojo, miré sus ojos, humedecidos por el desencanto. Vi en ellos todo el cansancio de una vida sin amor, y sentí pena. Alcé la mano para acariciar su rostro, pero ella hizo a un lado su cara.

—No quiero tu lástima y menos tus culpas —me dijo.

—Lo que quiero es un poco de amor. Y se ve que tú no puedes dármelo —añadió.

Tras un largo silencio, me dijo:

—No te sientas triste. La culpa es mía. Sé que eres casado, pero no puedo sentirme culpable. Sinceramente, no me arrepiento.

Y se alejó de mí.

Atontado, como un niño abandonado, me hundí en la desazón y contemplé cómo ella se marchaba y se perdía entre la gente.


martes, mayo 06, 2008

Caída hacia la Nada


De pronto siento que la tierra me suelta, y comienzo a caer; En la titánica caída hacia el precipicio sin fondo; En mi loco pataleo, trato de asirme aun sustento inexistente, y me alejo hasta que ya ingrávido, comienzo a internarme en el vacío. De la tierra, todos caen hacia la nada, como plumas que se alejan etéreas y perezosas, El silencio es absoluto, pese a los gritos que los que despeñan emiten en su terror.

En mi caída veo que el cielo, al principio celeste, es una enorme bóveda que se torna negra. La tierra se aleja y se me hace cada vez más pequeña, hasta que esta es sólo un punto en el firmamento, ya menos que la más pequeña de las estrellas y ya no la diviso.

Ahora ya soy la nada en la nada misma, y siento la soledad sempiterna en este espacio renovado. Es tan grande la soledad que no me cabe comprenderla y esta incomprensión me salva, por lo que no enloquezco.

Perpetuamente flotando, cual astronauta abandonado, Siento que me estiro y me fundo con el espacio y ya soy el espacio mismo.

En mi ingrávido levitar, veo pasar las constelaciones, rojas, anaranjadas, azules; elípticas, caracoleadas, circulares e infinitas. Millones de estrellas pasan por mi lado, como gotas de nieve; el viento cósmico golpea mi cara, la estira y deforma; los meteoritos pasan a mi lado, como proyectiles locos, disparados hacia la nada. Las galaxias, nubosas y lejanas se acercan y se deslizan como el paisaje que desfila en la ventanilla del tren. Y sigo, más allá de la más lejana de las estrellas, al confín mismo del universo, donde el todo deslinda con la nada y se funden y confunden y ya no se distinguen y no se comprenden y son uno solo, o todo o nada, indistintos.

Y en la frontera misma de esta locura, me miro a mi mismo y me siento como un Dios enajenado, infinitamente inútil. Eternamente contemplando su creación con una incomprensión infinita de lo hecho.

Y luego, como se disipa la niebla al mediodía, me comienzo a desvanecer y desaparezco...

sábado, abril 05, 2008

Escasez de almas


En el Almacén General De Almas, el Jefe De Logística se pasea preocupado. Debido al aumento de la población, el stock de almas humanas nuevas y sin usar se encuentra en un nivel muy bajo; en el pasado, esto no había ocurrido, ya que con las continuas guerras, pestes, cataclismos y enfermedades la población no había aumentado hasta el nivel actual. Pero, ahora, debido a la creciente bonaza económica y un largo periodo de paz, la especie humana había crecido en forma casi exponencial bajando la cantidad de almas disponibles.

Si se considera que el número de almas a mantener en reserva fue casi constante durante los últimos milenios (un milenio es solo cosa de minutos en el cielo), el jefe de logística no se había preocupado de recuperar el surtido. Y eso le preocupaba, (siempre quiso dar la sensación de eficiencia y este descuido podría empañar su prestigio).

Y este descuido no era cosa menor, dado que el Departamento De Producción se demoraba varios milenios en fabricar almas nuevas. Era este un proceso lento y complejo, lo que sumado a que la fábrica de vida se encontraba atendiendo la creación de nuevos mundos en ignotos universos, y si añadimos que la mayoría de sus empleados habían sido derivados a esas tareas; la recuperación del stock de almas humanas en un corto tiempo seria algo muy difícil.

El Jefe De Logística sabia que siempre podría echar mano de las almas usadas ya que después de utilizada un alma, generalmente esta queda almacenada en un repositorio especial en la gran sección de almas usadas del almacén, en el largo proceso de des-impregnación siempre y cuando esta hubiera quedado relativamente en buen estado y no hubiera sufrido daño significativo durante su uso terrenal. De lo contrario, el alma usada es irreversiblemente desechada.

Pero, desde la sección “Nacimientos” le estaban llegando nuevas solicitudes de almas y el debía entregarlas a la brevedad si no quería entrar en conflicto con el jefe de esa sección, personaje mejor colocado que él en el complejo andamiaje jerárquico de El Cielo. Por tal motivo, y a regañadientes tomo el teléfono y decidió advertir al Gerente de Asuntos Terrenales lo que estaba sucediendo.

Era el gerente alguien curtido en toda clase de problemas, de temperamento calmo y frío y de carácter orientado a la acción por lo que decidió encarar el tema de inmediato citando a todos sus subalternos involucrados en el problema a fin de recabar información y tomar una decisión acertada.

Al mismo tiempo, sobre el puente ferroviario que cruza el río Traiguien a la entrada de la ciudad de Victoria, un hombre se lanzaba al vacío desde los 80 metros de altura del puente. Otto Tamm descendiente de madre suiza y padre alemán, decidió matarse después de considerar que su vida estaba llena de sufrimientos y que ya no valía la pena vivirla. En efecto, una serie de reveces, lo había llevado, primero, a perder a sus padres, y la mala administración de su heredad lo llevo a la ruina, hecho que causó que su mujer, de quien estaba profundamente enamorado, lo abandonara llevándose con ella a sus dos hijos. Y segundo, una larga y penosa enfermedad le roía sin piedad sus entrañas y le causaba insufrible dolor. Por tal motivo había caído en una profunda depresión; la que aumentó cuando sus amigos, (producto de su constante malhumor), uno a uno lo fueron dejando solo.
Por ello, Otto fue incubando una fría inquina contra la vida y contra Dios. Y ahora, después de largos años de sufrimiento, resentido y odiando profundamente la vida se lanzaba al vacío.

Mas allá, solo a unos cuatro kilómetros, el viejo doctor Ruiz, pediatra perpetuo del hospital de Victoria que atendía al poblado, ayudaba a dar a luz al hijo de Carmen; primeriza que, aterrada y dolorida, comenzaba con el trabajo de parto.

El Gerente, ya tenia una idea general de lo que estaba pasando y resolvió que estando este tema bajo el radio de acción de su cargo le correspondía darle solución y decidió darle un corte rápido. Prontamente desecho la alternativa de restringir la cantidad de nacimientos, aunque con ello bajaría la demanda de almas nuevas; también desechó la posibilidad de aumentar la mortalidad con lo que se dispondría de una gran cantidad de almas usadas, ya que esta solución solo la podría aplicar el nivel superior y estaba restringida su uso solo a Los Tiempos Finales. Decidió entonces trabajar en dos frentes, aumentando la producción de almas nuevas lo más velozmente posible, y haciendo uso de las almas ya utilizadas y en stock, ambas soluciones no del todo satisfactorias ya que cada una tenia sus inconvenientes; especialmente la ultima, ya que el reutilizar las almas usadas sin el necesario periodo de des-impregnación podría acarrear consecuencias impensadas, ya que si este periodo era demasiado corto el alma no se desharía de todos sus lastres traídos desde su vida terrenal.

Por eso, y ante el riesgo de que los seres humanos que estaban naciendo lo hicieran sin alma, lo que sería aun peor, y casi imposible de corregir en el futuro, decidió ordenar la disminución del periodo de des-impregnación de las almas. Y autorizó su uso con restricciones.

Ya sea que el memorando que recibió el Jefe de Logística estaba mal redactado, o este le dio una interpretacion errada, el asunto es que las almas usadas fueron reutilizadas casi sin periodo de des-impregnación.

En el preciso momento en que Otto Tamm, dio con su humanidad en el suelo y su alma abandono su cuerpo exánime, nacía el hijo de Carmen,

Otto no sabia donde estaba, las luces, la sangre, y su cuerpo (le pereció otro cuerpo). En Fin, todo a su alrededor estaba impregnado de vida. Abrió los ojos, se demoró unos instantes en reconocer el lugar. No había muerto, estaba vivo, lleno de esa vida que el odiaba y en el instante en que el presente de un alma se vuelve pasado y es olvidado, en un grito sobrehumano plasmó toda su decepción.

El grito del recién nacido asustó al viejo doctor Ruiz, el que estuvo a punto de soltar al niño, asustado y receloso creyó ver un destello de odio en la mirada del infante y cuando le auscultó la pupila pudo ver el cansancio vital de toda una vida en el fondo acuoso de esos ojos.

domingo, marzo 16, 2008

Un Hombre y Una Mujer



El hombre estaba cansado, fatigado por sus largas jornadas, y miró al cielo y pidió descanso.La mujer estaba sola, desamparada como una paloma perdida, y miró al cielo y pidió compañía.


Y en el cielo dijeron: Este hombre trabaja demasiado, démosle descanso.Y otros dijeron: esta mujer está muy sola, démosle compañía.


Entonces Dios dijo: Por Un día y sólo un día; Demos al hombre una mujer que lo haga descansar y demos a la mujer un hombre que la haga sentir protegida.


Y en el cielo todos asintieron complacidos.


Y una mañana, de un claro diciembre, el hombre y la mujer cruzaron su camino, y Dios les dio un día soleado y mar en calma. Y ordenó al Amor que les arrullara. Y el hombre, a orillas del mar, descansó en los brazos de la mujer y la mujer acurrucada en los brazos del hombre por fin se sintió protegida y dejó de estar sola. Y al medio día el hombre y la mujer estaban felices.


Y en el cielo todos se regocijaron.


En la tarde, cuando el día comenzó a morir. Y el sol tiño de rojo, de naranja y de amarillo las aguas del mar. El hombre soltó de sus brazos a la mujer y ella soltó su mano de la del hombre.Y el hombre se miró en los claros ojos de la mujer y dio las gracias. Y la mujer se reflejó en la mirada del hombre y agradeció. Y, ante la inevitable separación, ambos quisieron permanecer juntos…


Pero, el amo del tiempo apuró su reloj. Y cuando la noche llegó, el hombre y la mujer, sintiendo una enorme desazón, mirando hacia atrás; se alejaron, y cuando las estrellas temblorosas poblaron con su tristeza el negro cielo, vieron que el hombre y la mujer lloraron.


Y entonces en el cielo todos guardaron silencio

viernes, marzo 14, 2008

Un Amor Por Internet


Paola Urquiza; mujer ya mayor y con dos hijos a cuestas, un matrimonio en ruinas y una vida de soledad, adquirió la extraña costumbre de visitar las salas de charlas que existen en la Internet, e hizo de esta costumbre un hábito, casi un vicio; se levantaba y al despertar revisaba su correo y su Messenger y se quedaba a la espera de que cualquiera de sus numerosos contactos le hiciera un guiño invitándola a una charla. Y así; mientras cocinaba, o hacía el aseo, estaba pendiente del llamado de su PC.

Una noche, en que ninguno de sus conocidos le llamo, y sintiéndose más sola que de costumbre, entró a una sala de charla de las tantas que ella visitaba y de pronto alguien le llamo la atención. Ella ya conocía los distintos especimenes que pululan por la red y evitaba a los groseros o demasiado atrevidos, pero, este desconocido escribía de otro modo, un poco mas pulcro, de frases más cuidadas, a ella, eso le pareció muy extraño y despertó su curiosidad, por eso, cuando en su pantalla le preguntaron, ¿Cómo se verá el sol filtrado por tu pelo? Se estremeció de emoción.

Y después, en el transcurso de la charla ella creyó que por fin alguien se había fijado en ella, y su mente tejió fantasías, y sin darse cuenta, al transcurso de la parrafada, horas después, las fantasías se transformaron en ilusiones. Por eso, antes de cerrar la ventana de charla le dio su E-mail al desconocido, con la secreta esperanza de volver a encontrarlo.

Días después, y cuando ya había olvidado la tertulia, inesperadamente, el desconocido volvió a aparecerse, y le extraño el alegrase de ese reencuentro Y siguieron charlando, por varios días, hasta que en un arranque de osadía ella le propuso una cita para conocerse y él aceptó.

Mientras se dirigía a su cita, Paola pensaba que ese encuentro seria como ella tendía a decir “una ralla en el agua”, un encuentro que no dejaría huella, que sería olvidable, como muchos que ya a sus años había tenido.

Al llegar vio que la esperaba un hombre diferente a lo que se había imaginado, y no se acercaba al estereotipo de amante forjado en sus fantasías, pero, cuando este se acercó y le habló, le pareció que conocía a ese hombre de toda la vida, por lo que lo saludó como se saluda a quien hace tiempo no se ve, y se sintió confiada, segura, tranquila… Raúl era un hombre de cincuenta años, algo calvo y con una pequeña barriga que denotaba su buen pasar, alegre, conversador, atento, con dinero y... casado; ella, aficionada a la música, pensó que este era, como dice la canción, el hombre perfecto.

Por eso, En diciembre, cuando el sol quema con mayor intensidad las arenas de la playa y se refleja en el enorme espejo de agua salada y el día es una vorágine de luz, agua y color, ella conoció el amor. Si, a sus cuarenta y siete años vino a conocer ese extraño sentimiento. Por supuesto no lo supo de inmediato, sino hasta pasado varios días y tras recordar y analizar, varias veces, lo sucedido aquel día.

Se volvieron a encontrar en varias ocasiones, hasta que, por imposibilidad de él, dejaron de verse.

Ella sintiéndose extrañamente sola, anhelaba volver a vivir aquel corto periodo de tiempo que duró la relación con este desconocido, y ¡valla que era desconocido!, ya que ella ni siquiera preguntó su nombre. Solo se quedó con un escueto Raúl.

Pero, Raúl ya no venia, solo le hablaba por la red, y cada noche, ella leía sus ardientes palabras, sus mentirosas promesas, y así. Pasó el tiempo, a cada tanto, el aparecía en su Messenger y ella se alegraba; y cuando charlaban, ella: reía, lloraba, se enojaba y soñaba. Ella nunca sabría si Raúl la amaba o le mentía, pero, sus dulces palabras eran un bálsamo para su alma; él le escribía: “Eres mi rinconcito del paraíso”, “Mi pedazo de cielo”, “Mi Calma, mi remanso” y ella emocionada, lloraba; en otras ocasiones el le enviaba canciones y al escucharlas, ella se enternecía y se sentía aun mas enamorada.

De a poco fue cayendo en la cuenta que lo amaba, al punto de anhelar y soñar con vehemencia los momentos ya vividos. Pero, como dije, Raúl no venia y ya ni siquiera le escribía a su correo. Paola, atrapada en un matrimonio sin futuro, con hijos que no la consideraban, y como varias veces lo dijo: “de remate con un amor imposible” lentamente, fue cayendo en una depresión, sentía que no la valoraban, que la abandonaban y su único consuelo eran las escasas horas que charlaba con Raúl y ahora, al alejarse éste, ya ni siquiera tenía ese conforte.

Meses estuvo en esta condición, deprimida, abatida y sin esperanza, y cuando ya estaba apunto del derrumbe, en un arranque de lucidez, decidió hacer caso a su desconocido amante y buscó trabajo. Esto la salvó, ya que ocupada como estaba en otros menesteres, ya dejó de derivar en Internet y el tiempo, con su paso implacable, tiño de olvido la figura de su amante y, quedamente, su recuerdo dejó de dolerle hasta el punto de recordarle con nostalgia, ya sin pena, y sin dolor. Y ahora la vemos, ya olvidada de ese triste momento, (sin embargo, ella siempre piensa que fue unos de los pasajes mas felices de su vida) con nuevos bríos, embarcada en nuevos planes, comenzando una nueva vida.

Siempre recuerda ese amor y a veces, solo a veces, abre su Messenger con el escondido anhelo de encontrar a su Raúl.

domingo, febrero 17, 2008

Encuentro Conmigo




Hoy me crucé en el camino conmigo mismo… y no me reconocí.

Iba, como todos los días, ensimismado en mis pensamientos, absorto en mis abstracciones, cuando —al igual que el día anterior— me topé conmigo. Confieso que este cruce es habitual, casi siempre en la misma esquina. He llegado a pensar que debo tener un horario parecido al mío, porque siempre, a la misma hora y en el mismo lugar, me encuentro.

Declaro que normalmente no miro a la gente al pasar, costumbre que mi mujer reprocha, ya que en muchas ocasiones me he cruzado con ella en la calle y ni siquiera la saludo. Tan absorto voy en mis elucubraciones que no miro a nadie; y no se crea que soy un engreído (aunque la gente que no me conoce muy bien cree que es así). ¡Cuán equivocadas están! Nada más alejado de ello. Me considero una persona modesta y atenta con los demás.

Generalmente cruzo conmigo una mirada leve, corta, y una inclinación de cabeza. Eso es suficiente para mí. Me digo que es bueno que me reconozca, y es bueno ser reconocido. Y como el encuentro es temprano por la mañana, eso me alegra el día.

Pero hoy pasé de largo y sin mirarme (¡y eso que casi choqué conmigo y tuve que hacerme ligeramente a un lado!). Esa actitud de mí me extrañó. Me detuve y volteé la cabeza con la secreta esperanza de que me reconocería y me daría vuelta para saludarme, pero no fue así. Contemplé mi espalda alejarse. Me vi alejarme de mí con paso rápido, la cabeza levantada, más erguida que de costumbre (normalmente miro el piso cuando camino). Me pareció ver en mi actitud un gesto despectivo para conmigo. Largo rato estuve contemplándome hasta que doblé la esquina y ya no pude verme.

Entonces me hice un sinfín de preguntas: ¿En qué iría pensando que no me reconocí? ¿Me estaré olvidando de mí o ya no me intereso en mí? ¿Tanto habré cambiado que ya no me reconozco? ¿O simplemente ya no quiero reconocerme?

Estas interrogantes me pusieron triste y comencé a sentirme desamparado. Como ese hombre que se encuentra con un viejo amigo y este ni siquiera lo saluda, o como el niño que se encuentra con su madre y esta no lo levanta en brazos. Así comencé a sentirme.

Pero después me dije: no, lo que pasó es sólo circunstancial. Probablemente mañana, cuando me cruce conmigo nuevamente, seré más efusivo. Es probable que hasta me detenga, me pida excusas y hasta converse conmigo por unos minutos. Esta eventualidad me llenó de euforia.

Mas, unos segundos después, me asaltó la duda: ¿Y si ya no quisiera verme de nuevo? ¿Y si no me vuelvo a cruzar conmigo nunca más? ¿Y si decido cambiar de rumbo solo para no verme?

Me entretuve entre la posibilidad de salir tras de mí… o dejarme ir. Finalmente, opté por quedarme donde estaba. Y fui cruel conmigo. Me dije que, si quería huir de mí, ese era mi problema, no el mío. Si ya no me quiero ver —probablemente debido a mis culpas o a mis fracasos— ese no es mi problema.

Yo estaré aquí, sin cambios, inalterable como una estatua, siempre inmóvil, siempre fría, contemplando el paisaje o mirando sin mirar. Pero sin huir.

Considero una cobardía huir de mí, más aún si yo no me he hecho nada malo. Es más: me gustaba encontrarme conmigo cada mañana. Por eso, ese gesto que quise adivinar en mi actitud, considero que no viene al caso.

Contemplé un rato la calle, como queriendo comprender algo… como el hombre que contempla cómo se aleja un amor. Y luego, sin remordimiento, me mandé al diablo a mí mismo… y seguí mi camino.