¿Dónde se encuentra la belleza de las cosas? ¿A que atributo le asignamos belleza? ¿Está en su armonía, equilibrio y proporción, o está en lo incompleto, lo efímero, lo imperfecto?
En Santiago, en la esquina de Arturo Prat con Santa Isabel, se alza majestuosa la parroquia del Sagrado Sacramento. Es un edificio inconcluso. Su fachada principal, revestida con estucos, conserva una cierta dignidad, pero el resto del cuerpo revela el concreto desnudo, ya atacado por el paso del tiempo. Aún se aprecian las huellas de la madera usada en los moldajes de la estructura, como cicatrices de un proceso detenido.
Es una obra inacabada, como si le faltase la piel, como si estuviese desnuda ante la intemperie. El musgo y el humo de los vehículos han ennegrecido sus pilares, columnas y arabescos, dándole un aire de abandono, de digna pobreza, de resignada quietud.
La iglesia funda su cripta varios metros bajo el nivel de la calzada, como si el arquitecto hubiera querido erigirla desde las profundidades del suelo. La observé largo rato. Me pareció que tiene la solemnidad de los rezos, el silencio de las oraciones. Probablemente, el edificio no se terminó porque fue un proyecto superior a las fuerzas de sus promotores, y el escaso interés de sus mecenas los dejó sin financiamiento. Así se alza, inconclusa, como mudo testigo del carácter chileno que tiende a la procrastinación. Como un cántico al “lo haré mañana”
La sacristía, el altar y la gran sala están terminados, y en ellos se celebran las ceremonias litúrgicas habituales. Contrasta la modestia exterior con la magnificencia interior: columnas corintias, enormes arcos, lozas gastadas por el paso de miles de pies peregrinantes. Todo ello le confiere un aire de solemne fastuosidad.
Mientras la contemplaba, pensé que hay belleza incluso en lo inconcluso. Recordé tambien esos edificios que decoran sus fachadas con gárgolas góticas: seres deformes, algunos pensativos, otros agresivos, otros que parecen vigilar el tiempo. Hay algo de belleza en su deformidad, algo de dignidad en su persistencia.
Y no pude evitar comparar esas obras con los grafitis. Reconozco que algunos tienen belleza en sus combinaciones de colores, otros en sus mensajes escritos. Pero siempre llevan un aire de protesta, un mensaje oculto de rebeldía. Sin embargo, muchos grafitis —lamentablemente la mayoría— tiñen la ciudad de oscuridad, con colores mal combinados, como si en vez de buscar lo bello se buscara lo feo.
Quizás el grafitero vive una contradicción: buscar lo bello no en lo inconcluso, ni en el mensaje, ni en la deformidad, sino en la fealdad misma. Y cuando no hay belleza, el mensaje se diluye. La protesta se pierde. Lo que queda es una mancha sucia y triste en los muros de la ciudad.
Hay formas que, aunque incompletas o deformes, resisten con dignidad. Pero cuando la forma se abandona por completo, el mensaje se desvanece, y lo que queda es solo ruido sobre el muro.

No hay comentarios.:
Publicar un comentario