miércoles, noviembre 19, 2008

Una Parada en la soledad


Cuando llegué al paradero, ya eran las 11 de la mañana, el día estaba nublado y frío y una fina y porfiada llovizna caía ya hacía horas, sabia que el bus pasaría a eso de las 2 de la tarde, pero, el camión que me trajo iba hacia otro lado, por lo que tuve que quedarme ahí.

Tras un largo lapso sentado bajo el precario toldo del paradero, me puse de pie y caminé hasta el centro de la calle, La calle estaba desierta, larga, sola y silenciosa y miré con la secreta esperanza de ver a alguien, pero, dado la neblina, mis ojos solo alcanzaban a ver a unas cuantas cuadras,

Al frente, el pueblo, de unas cuantas casas, parecía dormido. Las casas, con ese típico color de la madera sin pintar, curtidas por la inclemencia del tiempo, enverdecidas por el musgo tras años de humedad, humeaban por los tubos de las estufas a leña que se usan en el sur. El agua de los techos que escurría por las tejuelas goteaba lenta y triste como lágrimas.

La calle, sin asfalto, la vereda de tierra y la berma forrada de hierba, se encontraban cubiertas de rocío, el barro de la vereda, le daba al pueblo un aire de desconsuelo y apatía. Solo el humo de las chimeneas indicaba que ahí vivía alguien.

Aburrido en tal abandono, miré detrás del paradero; a unos cuantos metros, en un potrero, un rebaño de vacas, absortas y meditabundas, rumiaban sus pensamientos. Me entretuve observándolas, ellas con su indiferencia, parecieron ignorarme.

El frío hacía que necesitara estar en continuo movimiento para no congelarme, la niebla se levantó un poco, y el día se aclaró levemente, y pude ver los robles ya sin hojas, con las gotas de agua congeladas en sus ramas, cual perlas, que por un momento se me asemejaron cristales de una gran lámpara de salón.

La soledad del lugar, me hizo poner triste, mi animo se acongojó y mi mente comenzó a divagar; nadie salió, ni un niño, nadie. Nadie salio a comprar, nadie salió a mirar; las calles se veían desiertas, solo la niebla, las casas, la calle y yo.

Mas tarde, como un fantasma, emergiendo de la bruma, un hombre montado en un caballo enflaquecido y añoso, se acercó y pasó frente a mí sin prisa; abrigado por una gruesa manta de lana, el hombre no me miró, sino que pasó agachado, su cabeza cubierta por un enorme sombrero parecía ser usada como ariete contra la brisa humedecida. Un rato largo estuve contemplado como se alejaba hasta que su figura se desdibujo en la neblina.

Y de nuevo la soledad y el silencio, sólo las goteras que caían de los tejados cercanos emitían un monótono sonido. Ni un ave, los árboles quietos, como si estuviesen entumecidos, las vacas con su eterno rumiar… y después, ya no supe si era el lugar el solitario o era yo el desolado… y me confundí, y ya no era mi alma sino el alma del pueblo entristecido el que sentía a través de mi… paso una hora, luego dos y el tiempo pareció detenerse, y los minutos se me hicieron más largos. Angustiado y aterido, sumido en mis pensamientos, me parecía haber estado ahí en otro tiempo y me sentí parte del paisaje del pueblo, como si hubiese estado allí por siempre…

De pronto, a lo lejos, se escuchó el ruido de un motor: era el autobús, que, como siempre, llagaba con retraso. Se detuvo, de un salto me trepé en el y ya en su interior, acomodado en mi asiento, miré por la ventana, mi animo se levantó. Y prontamente, cual gigantesco espejo, a lo lejos, por sobre las copas de los árboles, las tranquilas aguas del Llanquihue comenzaron a aparecer, más allá, se vislumbraron las casas de Puerto Varas. Miré atrás, el poblado ya no se veía y toda la soledad se quedó atrás.