
Hoy me crucé en el camino conmigo mismo… y no me reconocí.
Iba, como todos los días, ensimismado en mis pensamientos, absorto en mis abstracciones, cuando —al igual que el día anterior— me topé conmigo. Confieso que este cruce es habitual, casi siempre en la misma esquina. He llegado a pensar que debo tener un horario parecido al mío, porque siempre, a la misma hora y en el mismo lugar, me encuentro.
Declaro que normalmente no miro a la gente al pasar, costumbre que mi mujer reprocha, ya que en muchas ocasiones me he cruzado con ella en la calle y ni siquiera la saludo. Tan absorto voy en mis elucubraciones que no miro a nadie; y no se crea que soy un engreído (aunque la gente que no me conoce muy bien cree que es así). ¡Cuán equivocadas están! Nada más alejado de ello. Me considero una persona modesta y atenta con los demás.
Generalmente cruzo conmigo una mirada leve, corta, y una inclinación de cabeza. Eso es suficiente para mí. Me digo que es bueno que me reconozca, y es bueno ser reconocido. Y como el encuentro es temprano por la mañana, eso me alegra el día.
Pero hoy pasé de largo y sin mirarme (¡y eso que casi choqué conmigo y tuve que hacerme ligeramente a un lado!). Esa actitud de mí me extrañó. Me detuve y volteé la cabeza con la secreta esperanza de que me reconocería y me daría vuelta para saludarme, pero no fue así. Contemplé mi espalda alejarse. Me vi alejarme de mí con paso rápido, la cabeza levantada, más erguida que de costumbre (normalmente miro el piso cuando camino). Me pareció ver en mi actitud un gesto despectivo para conmigo. Largo rato estuve contemplándome hasta que doblé la esquina y ya no pude verme.
Entonces me hice un sinfín de preguntas: ¿En qué iría pensando que no me reconocí? ¿Me estaré olvidando de mí o ya no me intereso en mí? ¿Tanto habré cambiado que ya no me reconozco? ¿O simplemente ya no quiero reconocerme?
Estas interrogantes me pusieron triste y comencé a sentirme desamparado. Como ese hombre que se encuentra con un viejo amigo y este ni siquiera lo saluda, o como el niño que se encuentra con su madre y esta no lo levanta en brazos. Así comencé a sentirme.
Pero después me dije: no, lo que pasó es sólo circunstancial. Probablemente mañana, cuando me cruce conmigo nuevamente, seré más efusivo. Es probable que hasta me detenga, me pida excusas y hasta converse conmigo por unos minutos. Esta eventualidad me llenó de euforia.
Mas, unos segundos después, me asaltó la duda: ¿Y si ya no quisiera verme de nuevo? ¿Y si no me vuelvo a cruzar conmigo nunca más? ¿Y si decido cambiar de rumbo solo para no verme?
Me entretuve entre la posibilidad de salir tras de mí… o dejarme ir. Finalmente, opté por quedarme donde estaba. Y fui cruel conmigo. Me dije que, si quería huir de mí, ese era mi problema, no el mío. Si ya no me quiero ver —probablemente debido a mis culpas o a mis fracasos— ese no es mi problema.
Yo estaré aquí, sin cambios, inalterable como una estatua, siempre inmóvil, siempre fría, contemplando el paisaje o mirando sin mirar. Pero sin huir.
Considero una cobardía huir de mí, más aún si yo no me he hecho nada malo. Es más: me gustaba encontrarme conmigo cada mañana. Por eso, ese gesto que quise adivinar en mi actitud, considero que no viene al caso.
Contemplé un rato la calle, como queriendo comprender algo… como el hombre que contempla cómo se aleja un amor. Y luego, sin remordimiento, me mandé al diablo a mí mismo… y seguí mi camino.
Cuando estamos confundidos o no
ResponderBorrarqueremos aceptarlos cambios nos
desconocemos,para no enfrentarnos
con nuestra verdad.
Tus escritos reflejan esa necesidad
SER,no tengas miedo, a veces es
importante desconocerse, para luego
saber quién eres y que es lo que quieres....
Un abrazo.