Epígrafe:
"Toda forma compartida es una arquitectura frágil. Y cuando se rompe,
nos revela lo que sostenía en silencio."
Hoy, alguien me dijo:
“No va más. Debo seguir mi camino, el que no es el mismo tuyo. Debo ser yo
mismo, alejado de ti.”
Mientras me lo decía, una leve e incómoda sensación me recorrió. Pensé: todo lo que se inicia tiene un final. Es inevitable. Nada es para siempre. Ni la hierba es perenne. Nada es cierto. Todo acaba. Todo lo borra el tiempo. Al final, el maldito nos borrará a todos.
La fragilidad del vínculo
En las relaciones personales, nada es eterno: ni la amistad, ni el amor, ni el odio, ni la indiferencia. Todo tiene un final.
Lo triste es esa sensación de abandono o inutilidad que nos embarga cuando alguien se va. Quedamos como alguien en la estación, solo, con la mano levantada en el adiós y el alma angustiada.
Es una sensación que nos revela lo incapaces que somos para retener algunas cosas. O quizá, simplemente, que las cosas son como deben ser.
La arquitectura invisible del acompañamiento
Cada alejamiento nos hace sentirnos un poquito desgraciados, un poco más solos. Nos falta ese imaginario sustento que daba quien se va.
Porque en todas las relaciones humanas —ya sean de amistad, de amor o de negocios— el hecho de tener a alguien junto a ti te hace sentir más seguro, más acompañado.
Por un tiempo, es bueno transitar el mismo camino con alguien que quiere o está obligado a compartirlo contigo.
Conveniencia, no amor
Las relaciones entre las personas son complejas. Nada es fácil. ¿Qué hace a uno estar al lado de otro?
Es nuestra necesidad de complementación. Es el hecho de sentir que esa otra persona tiene lo que a ti te falta, y quieres que lo comparta contigo.
Al final, no es amor ni amistad lo que mantiene a dos personas juntas, sino la conveniencia. Y cuando ya no es conveniente, cuando la relación ya no aporta lo que buscas, cuando el otro ya no te entrega lo que quieres —porque ya lo tienes en otro lugar, o crees tenerlo, o esperas encontrarlo— entonces ha llegado la hora de apartarse, de romper los lazos y seguir tu propio camino.
El hilo invisible del otro
Pero como la relación es entre dos, no solemos considerar los intereses del otro.
Quizá quien se queda ha tejido ilusiones con la lana invisible del vínculo. Y no sabemos qué sentirá al ver que esas ilusiones se deshilvanan al romperse el hilo de unión.
Eso es lo triste de las separaciones: el no saber. Nunca sabremos qué siente el otro.
La ética del desprendimiento
Cuando las cosas están por terminar, tienes la opción de hacer una oferta para que quien se va se quede.
Pero si esa oferta no dejará satisfecho a quien se retira, entonces hay que dejarlo ir.
Porque si realmente te interesa quien se va, si realmente quieres que sea feliz, y tú ya no puedes dar esa felicidad, no puedes ser egoísta. Debes dejarlo ir, para que en otro lado encuentre aquello que ya no puedes dar.
La estación, la soledad, el abrigo invisible
Al final, aunque somos los que levantamos la mano en el adiós y nos quedamos solos en la estación, aunque nos sintamos más pequeños, más inútiles, más abandonados, debemos darnos valor.
Pensar que alguien no nos abandona. Que alguien —o algo— nos abriga con las alas invisibles de su esperanza.
El verdadero abandono sería sentir que ya no se tiene ese abrigo.
En este andar a ciegas por nuestro destino, venimos solos al mundo y nos iremos solos. Y aunque a veces caminemos acompañados, la soledad será siempre nuestra compañera callada, silenciosa, presente.

No hay comentarios.:
Publicar un comentario