Y mira, que vi
allá lejos, detrás de la montaña donde
se levanta inconclusa la torre de Babel,
una horda de seres informes descendiendo de ella.
Y llega el sonido de sus gritos amenazantes.
Y he aquí que bajan y corren, y en su loca carrera,
como un ejército de hormigas enajenadas,
se cruzan y se atropellan,
se pisan y se destruyen y demuelen todo a su paso.
Caen los árboles, las piedras se vuelven polvo,
los ríos de agua fresca se tornan en calderas y hierven.
Una nube de vapor se erige desde sus aguas.
Y mira que vi
cómo la tierra entera se iba cubriendo por esta mancha implacable.
Y la madera arde, y caen las casas, ceden los pilares de los puentes,
y se abaten… Y mira que esto no era pavoroso, sino un himno
a la
destrucción, una destrucción bella en su fiereza,
magnífica en su orden, soberbia en su ejecución.
Y no queda nada: el fierro se funde,
el concreto se vuelve arena,
y caen majestuosas las torres.
Y he aquí que miré al cielo y vi que este se abría
y anegaba el ambiente de lujuriosa luz.
Y he aquí que vi, rodeado de luz,
al ángel descender desde un cielo amenazante, atronador,
entonar en su trompeta una sinfonía solemne que llama a la desolación.
Y mira que oí,
ensordecido por el sonido de la música,
como si millones entonaran una súplica miserable,
un pedido de piedad ante lo inevitable…
Y el ángel sonaba su trompeta inmisericorde e implacable.
Y mira, que vi
cómo la devastación ya era total.
La tierra entera no era más que una enorme nube de polvo.
Los volcanes, enardecidos, emanaban llamas retorcidas
que subían hasta el cielo.
Ríos de lava, cual serpientes enfurecidas, bajaban desde las cumbres,
y tras ellas, se derrumbaban las montañas, se evaporaban los océanos.
Mientras el ángel atronaba su música enloquecedora,
se pulverizaba la tierra misma…
hasta que no quedó nada, solo vapor y polvo.
Y mira que después de este caos,
como si un director de orquesta oculto bajara su
batuta, la música cesó. Volvió el ángel al cielo, y este se cerró.
Dejó de manar la luz. Se hizo un silencio angustiante,
y cayó la oscuridad.
Al calor sofocante lo siguió un frío gélido.
La nada…
Y yo, aterido y solo, miro…
y ya no veo la tierra.
Se ha disuelto, la maldita.
Y me sonreí.
Y me dije: ya no podrás tragarme,
porque ya no seré nunca: polvo de tu polvo.