viernes, mayo 22, 2009

Sabor a salado


El tren, con su lento galopar, y su chacachá monótono y aletargante se menea de un lado a otro. Ya van dos horas desde que lo abordé. Aburrido, mirando el verde del sur; las quilas se transfiguran al pasar frente a la ventana, las ramas de los arboles casi tocan los vidrios. Y el tren con su lento e interminable balanceo parece mecerme. Me da la sensación que el tiempo se estancara, y bostezando, veo a través del vidrio de la ventanilla, como se deslizan las casas, los arboles, mas allá los rebaños de ovejas, por acá unas vacas sortean el calor a la sombra de los robles, y los trigales, aun verdes, parecen resignados bajo el sol calcinante que lo madura y seca...

El día, particularmente caluroso, está claro, de un azul añil intenso, sin una nube y con 28 grados.

El carro, de segunda clase, está casi lleno; los pasajeros, casi todos contrabandistas del mercado negro; aburridos, unos conversan y otros, despreocupados, miran por la ventanilla. Sin aire acondicionado, sentado en los duros asientos, todos estamos transpirados.

Frente a mí, hace rato, una muchacha me mira con curiosidad, yo clavo mi mirada en sus ojos, ella sostiene, sin inmutarse, mi mirada. Dentro de mi algo se despierta; de un momento a otro, ya no siento la monotonía, una leve excitación me invade y me inquieta. Vuelvo a mirarla, y ella baja sus ojos.

Tomo valor, y pregunto - ¿a dónde va?

Se sonroja y me contesta - A Valdivia. ¿Y usted?

Y empezamos a charlar, la morena, un tanto gordita, animada y sudorosa por el calor del coche donde vamos, resultó ser, como la mayoría de las mujeres, conversadora. Alegre y despreocupada, viaja con su hermana y su madre, las que van en el asiento de más atrás.

Su pelo, largo y negro refleja el sol de febrero que entra por la ventana y rebotaba inclemente en su cabeza. Y sin querer, o como sea, me siento atraído por ella, que sin ser hermosa, me resulta atractiva; tiene ella la candidez de una colegiala y el atrevimiento de una mujer. Sus dientes blancos, sus hermosos labios y sus ojos almendrados y ligeramente ovalados, le dan a su rostro la belleza típica de las muchachas de ascendencia mapuche.

En Loncoche, el tren, como de costumbre se detiene, y al detenerse, pareciera que con él se rompe el hilo de nuestra plática y largo rato estamos en silencio, contemplado a la gente que, despreocupada y curiosa, sin otro pasatiempo en el pueblo, viene a ver el paso del tren.

Me hundo en esos acostumbrados mutismos, tan frecuentes en mí. Y a ella, parece no importarle mi silencio y mira indiferente la estación del tren. Mas allá, unas cabras, montadas en las puntas de las estacas del cerco están contemplando, al igual que los curiosos del pueblo, como el tren pasa.

A ella, el espectáculo de las cabras le llama la atención; me lo comenta entusiasmada y levantándose, ella saca su cabeza por la ventana. Noto que mis piernas quedan entre las suyas y a medida que transcurren los minutos ella se acerca cada vez más a mí, hasta el punto de tocarme y ya abiertamente empuja mis piernas contra la pared del carro, Yo, entre excitado y curioso, no sé si poner más atención al espectáculo exterior o contemplar abiertamente sus caderas, las que quedan a la altura de mis ojos.

Su vestido de verano, ajustado, delgado y casi transparente, permite adivinar el contorno de sus glúteos, y sus pechos, abundantes, cuelgan provocadores, ella, parece ignorar mis pensamientos y ríe mientras me comenta las travesuras de los caprinos, e, inconsciente o no, desliza sus piernas y las frota contra las mías.

Ella se cansa del espectáculo y vuelve a sentarse, yo me levanto y estiro, y me dirijo a la pasarela del tren y luego, desciendo y camino un rato por el anden. La brisa caliente, seca un poco mi mojada camisa, y me refresca. Aburrido, miro a uno de los chivatos que, haciendo gala de equlibrista está sentado sobre un poste del cercado, se me ocurre tirarle una piedra para espantarlo, pero, un pitazo me advierte que el tren partirá y presuroso me vuelvo a trepar en él. En la pasarela, está ella, que me sonríe. Y nos quedamos de pie mirando por la puerta como pasan frente a nosotros los arboles de los bosques: las nalcas, los boldos, los maquis…

No entramos al carro, y nos quedamos en la pasarela entre un coche y otro. El aire que entra por la puerta parece quemar, y tengo la sensación de que el calor hubiera aumentado. Yo le digo que tiene unos lindos ojos, y ella agradece, coqueta, con una sonrisa. Yo me acerco un poco y ella se apoya en la pared, como esperándome. Ambos sabemos que se acerca un túnel, y entre bromas vamos dando tiempo al tren para que llegue a él.

De pronto: la noche, todo se vuelve oscuro, yo avanzo y me aprieto contra ella, mis manos toman su cara y busco, ansioso, sus labios. Ella responde a mi beso abrazándome con fuerza y con un gemido se encoge de placer. Yo me enciendo, y mi boca desciende buscando su seno, y beso apasionadamente su pecho. Ella gime. Impetuosa, me dice: Mi amor. Entonces, el sabor salado del sudor de su pecho me sube por la boca, me repugna y me repliego. Ella nota mi rechazo y se aquieta. Después, nuevamente la luz, le sonrío, y ella se sonroja, ya no hay encanto. Algo se ha roto entre nosotros.

Volvemos a nuestro asiento, ella callada, lejana y silenciosa, parece avergonzada y triste, ya no me mira desenfadada, sino que evita mi mirada. A continuación, y sin hablarme, se levanta y se va a otro asiento. Yo me quedo solo, callado y pensativo; ya no estoy aquí, ya he echado a volar mi imaginación y refugiado en mis cavilaciones, contemplo sin ver, el pasar del paisaje.

No se cuanto rato transcurre, mas, de pronto ya estamos en Antilhue, es el lugar del transbordo; Los que vamos más al Sur, nos quedamos, los demás descienden presurosos y se encaraman al tren que espera en la estación. El carro se queda casi vacío. Miro por la ventanilla, al otro lado del anden, "El Valdiviano", ya está listo para partir, suena su pitazo, y resoplando, cual elefante asmatico, comienza a moverse; ella pasa frente a mi, va seria y pensativa; la miro, por un instante se cruzan nuestras miradas, levanto mi mano y agito mi palma en el adiós, ella, como dudando, timidamente levanta su mano, y me parece ver en su rostro grave, una sonrisa.

1 comentario:

  1. En tu vida entera digamos 65 años si eres simpatico y profesional sano con recursos puedes llegar a tener 30 planchinovias y en tu vejez vivir continuamente recordando las que pierdes. puede pasar tambien como el cuento este, dos amigos:
    -Carlos, si he tenido suerte, este mes me he planchao dos mujeres bonitas...y el amigo contesta, tu si eres achantao... yo lo he hecho con ocho diferentes,cada mes.

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