lunes, enero 02, 2012

Una Noche de Miedo


El bus, atestado de gente. Se encontraba retrasado, yo impedido de subir miraba impotente las espaldas de las personas que colgaban de la pisadera. Era ese un día de septiembre cerca de fiestas patrias. Y como todos los viernes después de clases me dirigía de vuelta a casa. Venia yo de Temuco y me encontraba en el precario terminal de Victoria. Desde ahí debía viajar a casa la que se encontraba a unos 22 km.

El bus, el único que hacia el recorrido victoria-San Gregorio y pasaba frente a mi casa, repleto, comenzó a hacer abandono del terminal y yo, resignado miraba como se alejaba. Tenía yo que irme o quedarme en el terminal y sin alternativa opte por hacer el camino a pie. Era ya cerca de las 6 de la tarde. El día era unos de los primeros de la primavera por lo que había sido soleado, pero frio. Afortunadamente, no llovía.

En una hora de marcha ya estaba tomando el camino que va desde Inspector Fernández hasta San Gregorio. Es este un camino de piedra. Y en uno de sus costados tenia una pista para carretas, aun la tiene; aunque se encuentra cubierta de vegetación. Ya se estaba oscureciendo.

Después de dejar atrás las casas de la estación de Inspector Fernández y sabiendo que me restaban 16 km. Apuré el paso rogando a Dios que pasase algún vehículo que me llevase, y así evitarme la larga caminata.

De pronto, en una de las estacas del cerco que encierra la calle, unos 30 metros más adelante, escuché el canto de una Becacina. Al principio no le di importancia, cuando llegue cerca del pájaro, este voló y se posó unos metros mas adelante y volvió a emitir su monótono.---po-ro-to-po-ro-to- . De nuevo, al acercarme, volvió a alejarse y a posarse a la misma distancia. Y así, por unos 2 Km. La noche se hizo oscura y mientras esperaba que apareciera la luna seguí mi camino en compañía del pájaro.

En la soledad de la noche, la oscuridad deforma las siluetas de los arboles, las rocas y todo lo que se pude ver, las que van tomando distintas formas: las que la imaginación sugiera. Y así, me fui imaginando cosas. Y las largas noches escuchando cuentos de mi abuelo comenzaron a despertar mi imaginación. A sugerirme formas pavorosa. Unos kilómetros más adelante, quizás producto de la monotonía del grito del pájaro que se negaba a abandonarme o de mi propia fantasía. Comenzó a darme miedo. Confieso que no soy muy valiente, pero, estaba acostumbrado a caminar en la oscuridad del campo. Mas, al mismo tiempo, las escalofriantes historias escuchadas en las largas tertulias alrededor del fogón habían permeado mi espíritu y azuzado mi imaginación, por lo que mi ánimo comenzó a decaer.

Por eso, al llegar al Monte de Los Tiuques, un bosque que se encuentra a unos 10 Km de distancia de mi casa, ya el miedo se había apoderado de mí. El maldito pájaro parecía reírse. El sonido de su grito me calaba el ánimo. Me entristecía. Y las sombras de los arbusto movidos por la briza de la noche se me atojaban figuras horrendas. Un poco descontrolado y sabiendo que debía pasar por el medio del bosque, del cual se contaban siniestras historias. Me detuve y me debatí en la indecisión de cruzarlo o volver. El pájaro cantó y su canto me pareció una carcajada siniestra.

Estaba en eso cuando veo las luces de un vehículo. Mi corazón se aceleró con la esperanza de que fuera alguien conocido y me llevase. Luego llego a mí el sonido del motor y pronto el vehículo estuvo a mi lado. Le hice señas para que me llevara y para mi suerte, el móvil se detuvo y una voz me invitó a subir.
Una vez en el vehículo, y ya alejado del aciago pájaro, agradecido de que me liberara de tan molesto acompañante le conté mi historia al conductor. El conductor pareció sonreír, adujo que mis temores se debían a mi imaginación, cosa que encontré razonable. Luego dijo que existían terrores mayores. Yo no le entendí y guarde silencio.

En la noche, el auto se deslizaba silencioso. Los arboles desfilaban en la ventanilla, los hoyos del camino se oponían a su avance. En el interior, la penumbra me impedía ver el rostro del chofer. La voz profunda del hombre que conducía me causó cierta inquietud.
Después, transcurridos unos minutos recorrimos varios kilómetros hasta que llegamos a una bifurcación del camino.

Aquí lo dejo mi amigo-- me dijo.

A menos de un kilometro de mi casa. Le di las gracias. Me bajé. Camine unos metros. Escuche el acelerar del motor y me volví a mirar.

Por extraño que parezca, ya no estaba el automóvil. Mire por el camino donde debiera estar y no vi nada, ni sus luces, ningún ruido, solo el murmullo de los arboles mecidos por la briza.

Asombrado, sin entender lo que paso, envuelto en la oscuridad, un escalofrío recorrió mi espalda, subió por mi cuello y me erizo los pelos, apuré el paso y despavorido corrí hacia mi casa.

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