Hay partes de uno que nunca emigran. Quedan allí,
entre los helechos y el aliento de la escarcha.
Una liebre huye, cruzando cercos invisibles,
burlando la torpeza de los perros que sólo entienden el ahora.
Las cantaurias vuelan en círculos, como joyas animadas,
y uno cree que el cielo tiene insectos de gala.
Luciérnagas titilan como si el bosque susurrara algo, algo antiguo.
Las libélulas giran, hélices vivientes, guardianas de estanques que ya no existen.
El barro, frío, sube por las botas; las hojas crujen como vidrio quebrado.
Y allí, en esa eternidad de invierno, entre juncos y robles,
algo de mí se quedó —no perdido, sino plantado.
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