martes, mayo 22, 2007

El pasajero de al lado

Debido a mi trabajo tengo que trasladarme a menudo y generalmente lo hago en bus. Debo decir que no me gusta viajar mucho, no porque no me agrade el conocer nuevos lugares y paisajes, sino por la incomodidad del traslado. Además, tengo cierta aversión a entablar conversación y tendencia al aislamiento. Por lo tanto, cuando me subo al bus, trato de no mirar a nadie y pongo cara de huraño con la secreta esperanza de que el asiento de al lado quede desocupado. Confieso que a vece me resulta esta estrategia y la gente que me mira prefiere buscar otro lugar; pero, la mayoría de las veces el bus va lleno y no me queda mas remedio que soportar la compañía de mi desconocido vecino. A veces me siento sociable y puedo intercambiar con el pasajero de al lado una que otra palabra de buena crianza. Nunca una conversación larga.

Por eso, cuando mi vecino de asiento, me preguntó hacia donde iba- con el manifiesto interés de entablar conversación- no le presté mucha atención y con una displicente respuesta le dije que a Victoria.

-Yo voy a Mulchén – me dijo

Y añadió,

-Le digo adiós a Santiago y espero no volver.

El bus, muy lentamente, comenzó a abandonar el Terminal. Mi vecino se acomodó en su asiento y yo miré con despreocupación la gente que se quedaba en el andén. Luego, el bus fue serpenteado por las callejuelas hasta llegar a la carretera.

-Yo viví cerca de aquí, en el paradero 18 – me dijo el desconocido cuando cruzamos Departamental y, sin que le preguntara, añadió:

-En unos departamentos que están en El llano.

Yo guardé silencio. Al llegar a San Bernardo, después de haber mostrado nuestros pasajes al auxiliar. Mi vecino se incorporó. Saco del maletero una botella de pisco y unos vasos.

-¿Se sirve?-E insistió- Sírvase nomás.

Algo en el tono de su voz me llamó la atención y despertó en mí cierta curiosidad.

Quise oponerme, pero, tal fue su insistencia y pese a que no bebo con frecuencia, a regañadientes, acepté.

Resultó que el hombre era de Mulchen. Nacido y criado a orillas del río que bordea la ciudad. Y que, habiéndose casado joven, decidió viajar a santiago en busca de mejores soles y ahora volvía derrotado.

Siendo este un individuo joven de unos 25 a 27 años. Sus ademanes denotaban cierto aire sureño; tenía, eso si, cierta seguridad en sus gestos, de la que carece la gente del sur; probablemente adquirida en el constante roce con sus colegas capitalinos mas agresivos. Su estadía en la capital había permeado su lenguaje y lo había contaminado con el acento y dichos propios del hablar de la gente de la población de Santiago.

A todo esto, el bus quedó totalmente a oscuras. Y solo se escuchaba el susurro de los pasajeros insomnes, amortiguados por el ronronear del motor, que al igual que nosotros cuchicheaban en voz baja.

Y habló, primero de temas banales y después, de cosas más personales.

Yo lo escuché, al principio con indiferencia luego con más atención y al final con franco interés.

Y dijo:

“Me vine a santiago, recién casado, con la esperanza de encontrar una pega que me permitiera progresar; por un tiempo viví en la casa de unos tíos. Logré encontrar trabajo en una panadería y mi mujer en un supermercado. Luego, arrendamos una pieza, era chica, pero no nos importó. Teníamos algo que nos impulsaba. Creo que era el amor; yo la amaba y ella también me quería.”

Su voz se hizo más densa. Los recuerdos atenazaron su garganta. Se bebió un trago como para aclarar la voz y prosiguió.

“El pan, como usted sabe, se hace de noche y se entrega de madrugada, por lo que mi jornada era mayormente nocturna. Mi mujer trabajaba en el día más de doce horas, los supermercados no cierran el fin de semana, por lo que no nos veíamos mucho. Eso, al contrario de minar nuestra relación nos hizo estrecharnos aun más. Compartíamos escasamente algunas horas los días domingo en que ella no trabajaba y yo tenía el día libre.

Con el paso del tiempo, mi mujer quedó embarazada, no cabíamos en nosotros de felicidad. Yo soy de los hombres que cree que uno no está completo hasta que no tiene un hijo. Por eso, decidimos postular a un subsidio y comprar un departamento de los que entrega el estado. Postulamos y nos fue bien. Nos dieron uno bastante central, ahí, en el paradero 18 de Gran Avenida.”

“Luego nació nuestra hija, y cuando todo comenzaba a ir bien. Una tarde mientras mi mujer estaba de pie con la niña en brazos esperando una micro. Un camión descontrolado salio de la calle, se subió a la vereda, atropelló a varias personas, entre ellas a mi mujer.”

Se bebió otro trago.

“Cuando llegué al hospital, la niña ya había muerto; mi mujer aun estaba viva. Quise entrar a verla; pero, me lo impidieron. Tras unas horas de agonía mi mujer falleció.”

La luz de la luna penetró por la ventana e iluminó su rostro prematuramente envejecido y en el brillo de sus ojos humedecidos por la emoción puede captar su pena.

“En esas horas, cuando ella se debatía en su agonía, yo rogué a Dios y le supliqué que no se la llevara. Pero, todo fue en vano. Dentro de mi dolor creo que no sentí pena sino rabia y si lloré fue de impotencia. En ese momento odié a Dios; Pero, a Dios no se le preguntan las razones si no que no queda más que acatar sus decisiones.”

Yo no dije nada. Le pedí que llenara mi vaso y me lo bebí de un sorbo.

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